Es como la lluvia en una película muda, o como un barco en el fondo del mar, o como una galería de espejos a la hora de cerrar, o como la tumba del ventrílocuo mundialmente famoso, o como el rostro de la novia cuando se sienta a mear después de hacer el amor toda la noche, o como una camisa secándose en el tendal sin una casa a la vista… Bueno, vas pillando la idea.
De 'El monstruo ama su laberinto', Charles SIMIC.
El patio trasero: la universidad. Cuántos enamoramientos no correspondidos y –al final– un sexo pésimo. Una vez atravesaste cuatro
estados en coche, en pleno invierno, para acostarte con un hombre al norte del estado de Nueva York. Hacía tanto frío que el limpiador astringente de
farmacia que llevabas para la cara se congeló en el tubo. El sexo fue malo, obviamente, pero lo que recuerdas con más claridad es lo que de veras
querías de aquella noche. Querías un deseo capaz de atravesar cuatro estados. Querías que alguien se hubiese obsesionado contigo. ¿Cómo
conseguirlo? Te pasaste toda la noche despierta mirando la farola del aparcamiento que se veía por la ventana de su habitación. ¿Por qué los
hombres nunca tenían cortinas? ¿Cómo conseguir que te desee alguien a quien deseas? ¿Por qué nadie te quería?
*
Te encanta escribir frente a ella; ambas tecleáis con brío y decisión, y echáis un vistazo ocasional por encima de los portátiles poniendo muecas
ridículas. Cuando salís a cenar, pide sashimi de atún e insiste en ponértelo en la lengua. Es carnoso, labial. Se derrite. Pide dirty martinis con vodka, cuyo sabor salado acabas adorando. Lee tus cuentos, se maravilla ante la belleza de tus frases. La escuchas leyendo un antiguo texto acerca de que sus padres nunca la dejaban comer cereales azucarados. A menudo le dices que es divertida a más no poder.
Dos fragmentos de En la casa de los sueños, de Carmen Maria Machado. Traducción de Laura Salas Rodríguez.