El símbolo de la belleza era para él una mano de aristocracia suma, como diamante de voluptuosidad, que fuera una ráfaga de pureza en los románticos delirios y una garra de fuego, en la torturante vacilación de los espasmos. Una mano tierna para acariciar la suya; perversa para despertar su deseo y fresca para apagar en ella la satánica sed de su espíritu morboso.
Humberto Salvador, fragmento de El amante de las manos.