Es como la lluvia en una película muda, o como un barco en el fondo del mar, o como una galería de espejos a la hora de cerrar, o como la tumba del ventrílocuo mundialmente famoso, o como el rostro de la novia cuando se sienta a mear después de hacer el amor toda la noche, o como una camisa secándose en el tendal sin una casa a la vista… Bueno, vas pillando la idea. De 'El monstruo ama su laberinto', Charles SIMIC.

Ya no llego

12/7/15 | |

Excursión libresca

Los colegios suelen llevar a los chicos de excursión. Los padres firman un permiso y el alumno puede entonces ir de paseo con todos sus compañeritos al Zoológico, al Planetario, al Museo de Ciencias Naturales, a la Rural o a la Feria del Libro, bajo la custodia de dos o tres maestras al borde del colapso.

De esas salidas grupales, los niños suelen preferir la de la Rural. Ahí se pueden juntar calcomanías, hay promotoras atractivas, se pueden ver animales —como los chanchos— que presentan dimensiones genitales sorprendentes, las vacas largan sin pudor unas bostas humeantes y sonoras. Todas cosas que a los niños les encantan. La Feria del Libro, en cambio, no presenta tantas diversiones. De hecho, esa excursión fue un momento traumático de mi infancia.

Me acuerdo de que “la Serrano”, una de las profesoras que nos llevaban, fumaba como una chimenea (en esa época todavía las profesoras fumaban al lado de los alumnos). Ese año la feria estaba dedicada a La Divina Comedia. No nos entusiasmaba mucho el programa. En la entrada había una inscripción en italiano que decía: Lasciate ogne speranza, voi ch’intrate. ¿Qué dice ahí, profesora? Abandonen toda la esperanza los que entran acá, dijo la Serrano.

Nos pasearon entre puestos de libros, con esa idea extraña de que la cultura se transmite por ósmosis. Era como ver tapas de videos. ¿Para qué venimos acá, profesora? La Serrano no contestaba. Seguimos por los pabellones; no había animales, ni muestras gratis, sólo unos folletos, y vasitos de Fernet pero no era para niños. La quinta vez que le preguntamos a la Serrano para qué estábamos ahí, la tipa se hartó, se dio vuelta y con el pucho en la boca, dijo: “Para que vean todos los libros que van a tener que leer en su vida”. Nos quedamos callados, mirando ese océano de libros que nos rodeaba. Me acuerdo de haber pensado: ya no llego.

Pedro Mairal, El subrayador, Santiago de Chile, Libros del Laurel, 2014.