Es como la lluvia en una película muda, o como un barco en el fondo del mar, o como una galería de espejos a la hora de cerrar, o como la tumba del ventrílocuo mundialmente famoso, o como el rostro de la novia cuando se sienta a mear después de hacer el amor toda la noche, o como una camisa secándose en el tendal sin una casa a la vista… Bueno, vas pillando la idea. De 'El monstruo ama su laberinto', Charles SIMIC.

Los territorios salvajes...

15/7/25 | |

Es una mañana plateada como otra cualquiera. Estoy sentada ante mi escritorio. Y suena el teléfono, o alguien llama a la puerta. Yo estoy enfrascada en la maquinaria de mis cavilaciones. A regañadientes me levanto, contesto el teléfono o abro la puerta. Y la idea que acariciaba ya con las manos, o con la punta de los dedos, se desvanece. 

El trabajo creativo requiere soledad. Requiere concentración, sin interrupciones. Requiere la totalidad del cielo para surcarlo y ningún ojo que observe hasta que alcance esa certeza a la que aspira, y que no necesariamente posee de inmediato. Es decir, intimidad. Un espacio aislado; para deambular, roer lápices, garabatear y borrar y de nuevo garabatear.
Pero en ciertas ocasiones, si no muchas, la interrupción no proviene de otro, sino del propio yo, o de un yo dentro del yo que silba y aporrea la puerta y se tira en bomba en el estanque de la meditación. Y ¿qué te dice? Que has de llamar al dentista, que te has quedado sin mostaza, que el cumpleaños de tu tío Stanley es dentro de dos semanas. Por supuesto, reaccionas. Y luego vuelves al trabajo, sólo que los duendecillos de las ideas han huido y desaparecido entre la bruma.

Fragmento de LOS TERRITORIOS SALVAJESDE LA CREACIÓN (de el libro La escritura indómita), de Mary Oliver. Trad. Regina López Muñoz.