Es una mañana plateada como otra cualquiera. Estoy sentada ante mi escritorio. Y suena el teléfono, o alguien llama a la puerta. Yo estoy enfrascada en la maquinaria de mis cavilaciones. A regañadientes me levanto, contesto el teléfono o abro la puerta. Y la idea que acariciaba ya con las manos, o con la punta de los dedos, se desvanece.
El trabajo creativo requiere soledad. Requiere concentración, sin interrupciones. Requiere la totalidad del cielo
para surcarlo y ningún ojo que observe hasta que alcance
esa certeza a la que aspira, y que no necesariamente posee de inmediato. Es decir, intimidad. Un espacio aislado; para deambular, roer lápices, garabatear y borrar y de
nuevo garabatear.
Pero en ciertas ocasiones, si no muchas, la interrupción
no proviene de otro, sino del propio yo, o de un yo dentro
del yo que silba y aporrea la puerta y se tira en bomba en
el estanque de la meditación. Y ¿qué te dice? Que has de
llamar al dentista, que te has quedado sin mostaza, que el
cumpleaños de tu tío Stanley es dentro de dos semanas.
Por supuesto, reaccionas. Y luego vuelves al trabajo, sólo
que los duendecillos de las ideas han huido y desaparecido entre la bruma.