Miro el huevo con una sola mirada. Inmediatamente advierto que no se puede estar viendo un huevo. Ver un huevo no permanece nunca en el presente: apenas veo un huevo y ya se vuelve haber visto un huevo hace tres milenios. En el preciso instante de verse el huevo este, es el recuerdo de un huevo. Solamente ve el huevo quien ya lo ha visto. Al ver el huevo es demasiado tarde: huevo visto, huevo perdido.
Ver el huevo es la promesa de llegar un día a ver el huevo. Mirada corta e indivisible; si es que hay pensamiento; no hay; hay huevo. Mirar es el instrumento necesario que, después de usarlo, tiraré. Me quedaré con el huevo. El huevo no tiene un sí mismo. Individualmente no existe.
Ver el huevo es imposible: el huevo es supervisible como hay sonidos supersónicos. Nadie es capaz de ver el huevo. ¿El perro ve el huevo? Solo las máquinas ven el huevo. La grúa ve el huevo. Cuando yo era antigua, un huevo se posó en mi hombro. El amor por el huevo tampoco se siente. El amor por el huevo es supersensible. Uno no sabe que ama al huevo. Cuando yo era antigua fui depositaria del huevo y caminé suavemente para no derramar el silencio del huevo. Cuando morí, me sacaron el huevo con cuidado. Todavía estaba vivo. Solo quien viera el mundo vería el huevo. Como el mundo, el huevo es obvio.
El huevo ya no existe. Como la luz de la estrella ya muerta, el huevo propiamente dicho ya no existe. Eres perfecto, huevo. Eres blanco. A ti te dedico el comienzo. A ti te dedico la primera vez.
Clarice Lispector.