La silla por Rodrigo Soto
Ascendimos toda la tarde por el sendero y llegamos al refugio poco antes del anochecer. Desde el primer momento, el sitio me dio mala espina: cosas que se sienten, que no se pueden precisar. Sin embargo no teníamos alternativa pues el siguiente albergue se hallaba varias horas adelante. Después de comer galletas con atún y de tomar té frío, nos acomodamos en el piso de abajo. Nadie sugirió siquiera que durmiéramos arriba. Nadie, tampoco, mencionó la sensación de que ahí se agitaba algo oscuro, innombrable y aterrador.
Tan pronto nos acostamos, comencé a oír el sonido de un rasguño, a veces un susurro, un roce casi imperceptible que venía del cuarto de arriba, y supe que no podría dormir. Tarde en la noche, los ruidos aumentaron y ya nadie fingió ignorarlos. Había que hacer algo. Encendí una vela y no me sorprendió que todos estuvieran despiertos y con el rostro contraído por el miedo. La única que dormía plácida, inocente, era Amaranta, la hermana menor de Juan Pablo. Pálida, pecosa, delgaducha, sus padres nos la enchufaban cada vez que podían, argumentando que su enfermedad –como llamaban ellos a la locura apacible que padecía– no era excusa para que la dejáramos de lado. Nosotros la aceptábamos a regañadientes, sobre todo para evadir la culpa que nos producía rechazarla y porque en verdad la chiquilla era mansa y no molestaba a nadie.
Ahora, dormía dichosa mientras arriba los rasguños y susurros se aceleraban. No fue necesario cruzar palabra; el mismo Juan Pablo la sacudió para despertarla. Amaranta se revolvió en su bolsa de dormir y abrió despacio sus ojos de batracio. Leer más...
Ilustración de Nate Williams.