Hace veinte años llegué a las llanuras con los ojos bien abiertos, atento a cualquier elemento del paisaje que pareciera insinuar algún significado complejo más allá de las apariencias.
Mi viaje a las llanuras fue mucho menos arduo de cómo lo describí más tarde. Y ni siquiera puedo decir que en un momento dado me percatara de haber abandonado Australia. Pero sí recuerdo claramente una serie de días en los que el paisaje llano que me rodeaba me parecía cada vez más un lugar que solo yo era capaz de interpretar.
Las llanuras que atravesé durante aquellos días no eran
todas ellas infinitamente parecidas. Unas veces me encontraba ante un valle grande y poco profundo, cubierto de árboles y ganado ocioso, surcado acaso por un arroyo. Otras veces, al final de una extensión de terreno nada prometedora, la carretera ascendía hasta lo que sin duda era una colina, y al rato veía ante mí otra llanura, plana y árida y abrumadora.