Está sentado al volante de ese carro negro, ciego en la tarde caliente y densa del trópico, medio dormido por la borrachera. Lleva así todo el día. Algo brilla atrás, en el espejo retrovisor.
Se voltea y ve los asientos vacíos; vuelve la cabeza al frente. Recuerda otra vez. A su papá; manejando, hace más de treinta años; ese mismo carro. Un hombre joven, con la barba sin afeitar y la frente grande, que huele a tabaco, que tiene puesta una camisa de rayas azules. Un niño que fue él mismo, sentado en el asiento amplio de atrás, jugando con dos hermanas pecosas, iguales. Una canción dulzona que sonó en el radio.
El aire húmedo de la tierra caliente se mete por la ventana. En el recuerdo y ahora. El olor de los plátanos, de la niebla, la luz densa de las cinco. La voz del papá que habló de los plátanos, de la luz, de la música.
El hombre que ahora maneja está solo. No va hacia ninguna parte. Está borracho.
Tiene cuarenta años y dolor de estómago.
No tiene con quien llorar las tristezas: del papá ahora muerto, de las hermanas que no veía desde que eran casi unas niñas y tuvo que ver hace poco, en el entierro. Del país al que acaba de volver, acabada por fin la guerra que supo evitar durante más de veinte años. Leer más...
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